domingo, 27 de marzo de 2016

Excusa perfecta


            Era un miércoles frío de agosto, tres de agosto para ser exacto. Era el día que elegí para ser aplazado por cuarta vez en Modelo Numérico. La materia filtro por excelencia de tercer año de Ingeniería Mecánica. Ignoro cuál sea realmente el propósito de realizar un examen final tan largo y complejo. Supongo que el de cansarnos y hacernos caer vencidos.
            Por suerte, el interurbano que me lleva a Santa Fe pasa por la esquina de casa, aunque en la parada siempre tengo que esperar unos cuantos minutos hasta que llegue. Apoyé mi mochila en la vereda. Pesa una tonelada, por la cantidad de libros y apuntes que llevo. No sé realmente para qué. Fui con el tiempo justo para entrar,  rendir y salir ligero.
            Cuando por fin llegó el colectivo, mis manos estaban entumecidas por el frío, apenas pude sacar la billetera del bolsillo. Monté nuevamente la mochila sobre mi espalda, sujetándola con mi brazo derecho y subí los escalones del colectivo, con el dinero justo en mi mano izquierda.
            Lo bueno de estos buses es que si se viaja todos los días a toda hora, se alcanza a conocer a los chóferes al punto de saludarlos como un amigo más. En este caso, era el que apodé “El colo”. Un tipo con cara de bueno, gentil y servicial. En más de una ocasión me ha reconocido desde lejos, mientras corría al trote para alcanzarlo, y amablemente  me ha esperado en la parada.
            Era un horario poco común, no viaja mucha gente a esas horas. En los primeros asientos de la derecha había una pareja de viejitos charlando simpáticamente a los gritos. Más adelante un flaco alto, que posiblemente tocara el techo con la cabeza, parecía algo distraído mirando por la ventanilla. Miré más atrás para buscar un asiento al fondo y la vi. Ahí estaba ella, la mujer de mi vida me dije. Usaba una camisa a cuadros, muy formal, y usaba anteojos.
            No sé por qué me quiebro ante mujeres así. Tal vez sea por una fantasía, no lo entiendo. Era muy hermosa, posiblemente fuera su estilo el que me atrajera. Parecía  una chica intelectual, aparentemente un poco mayor que yo. Su cabello castaño claro, entre corto y largo. Su piel parecía suave como los pétalos de una rosa. Pasé junto a ella y me senté en los asientos de atrás en su diagonal.
            Como me gustaba, me repetía una y otra vez por qué no me senté en el asiento de al lado en su misma línea. Tal vez podría hacerlo ahora esgrimiendo alguna excusa sobre mi propio asiento. Aunque sería muy obvio y no podría dejar de mirarla. Además -pensé- qué clase de mujer seria e inteligente comenzaría una relación con un estudiante que sigue estancado en tercer año de ingeniería.
            A estas alturas ya estábamos saliendo de Paraná, justo en los peajes para entrar al túnel subfluvial. Busqué en los bolsillos de la mochila mis auriculares y los conecté a mi celular, encendí el reproductor y busqué la canción “Blues with a felling” de Paul Butterfield. Es un blues que me relaja siempre cuando entramos al túnel y para cuando salimos ya estoy dormido. Algunas veces me he despertado en la Terminal, pero en esta oportunidad era importante mantenerme despierto.

            El paisaje que propone el trayecto, no es muy llamativo. Pastizales altos, árboles grandes y viejos, cada vez más escasos. Algunas casas que venden como pueden artesanías, pescados o cerámicas. Y un poco más adelante el atracadero de balsa que casi no se utiliza.
            Unos rayos de sol asomaron por las ventanas del colectivo y atentaron con los pronósticos de frío intenso durante el día. Inmediatamente noté que mi dulce damisela buscaba algo dentro de su bolso. Era un libro de tapas anaranjadas. Definitivamente era  alguien interesante, no son muchos los que encuentran placentero leer en el autobús. Tal vez era una doctora de una clínica prestigiosa o una profesora de literatura de la Universidad del Litoral que estaba trabajando sobre una novela. De todos modos, sabía que me quedaría con la intriga, como el color de sus ojos que no pude retener cuando pase delante de ella.
            Cuando nos acercábamos al puente colgante en la entrada de Santa Fe percibí que algo no estaba bien en el colectivo, como si algo se aflojara del tren delantero, debajo del conductor. Un ruido extraño me llamó la atención, no pude evitar pararme para observar mejor (curiosidad de ingeniero dirían mis profesores). Fue en ese preciso momento en que observé al chofer colocarse el cinturón de seguridad rápidamente y darse vuelta hacia los asientos de pasajeros con los ojos desorbitados como si algo malo fuera a pasar. El colectivo a más de ochenta kilómetros por hora fue directo contra los pasantes de contención del puente. Nada pude hacer, me quede inmóvil ¡Todo pasó tan rápido! Al chocar el colectivo lo último que recuerdo fue que mi frente  se estrelló contra los casilleros de la cabecera donde se guardan los bolsos.
            Al despertar, estaba recostado en la orilla debajo del puente y el flaco alto junto a mí, me recomendaba quedarme en esa posición. Unos segundos más tarde un fuerte dolor en mi frente hizo que me arrodillara, seguramente el golpe que me dejo inconsciente. Delante de mí, en el medio del río el colectivo, a medio sumergir.
            Observe a ambos lados, vi al conductor y a la pareja de ancianos. Pero ella no estaba y de repente pensé que solo yo estaba detrás de ella y al pararme, en la caída pude quedar delante, y así nadie verla. Comencé a gritar desesperado que faltaba alguien más, pero todos estaban demasiado consternados para reaccionar. Pronto, todo comenzó a girar sobre mí, me pregunté si me desmayaría, pero a pesar de todo el colectivo seguía ahí, inmóvil.
            Ya de pie, emprendí un viaje con posibilidades de no volver. Me adentré en el agua, dando pasos gigantescos y ayudándome con los brazos como si fuera a cortar el río en dos. Me zambullí decidido a llegar al colectivo. No recuerdo cuantas brazadas di, pero no fueron muchas hasta dar con la puerta que estaba abierta. Subí los tres escalones sosteniéndome de los pasantes. El agua ya había superado la altura de los asientos, casi alcanzaba mis rodillas. No era fácil moverse. Al llegar a su asiento la vi ahí, recostada sobre la otra butaca y su cara ya empapada. La volví a sentar, de los nervios no notaba su pulso, apoye mi mano derecha en su pecho para apreciar algún latido, pero nada. Coloqué mi rostro pegado a sus labios y creí ahora si, notar su respiración. Estaba inconsciente. 

            No tenia suficiente fuerza para cargarla y sacarla del colectivo, además el agua avanzaba muy rápido. Tampoco podía romper una de las ventanillas,  la presión de afuera era mayor. Hasta que no parase de entrar agua no podría sacarla. Fue ahí que  como una revelación, observé flotar la solución en el agua. El libro que ella leía. Lo levanté. Era una novela llamada “Crímenes Imperceptibles”. Creo que en la locura sonreí al recordar que vi su adaptación al cine. Pero esto me ayudó a comprender la respuesta que estaba buscando, un poco arriesgada tal vez. Tenía que esperar a que el autobús se sumergiera en su totalidad. Al estar ella inconsciente sería posible moverla con facilidad hacia la puerta, y así salir a flote.
            Busqué en mi asiento mi mochila, que era de buena calidad, la vacié y se la coloque a ella, se podía ajustar muy bien. De ese modo podía agarrarla mejor con una mano. El agua ya había superado los asientos. Ya me encontraba caminando por el pasillo aferrándome con una mano de lo que podía y con la otra, tratando de mantenerla a flote a ella. Apenas un rayo de luz se colaba por la puerta, el ultimo agujerito que había, antes de quedar completamente sumergido el colectivo. Al llegar a los escalones, rodeé su cuello con uno de mis brazos y empujé con mis piernas hacia fuera. Braseé con tal vehemencia que quedé realmente sorprendido de mí mismo. Sentí un alivio enorme al ver que subíamos velozmente a flote. Apenas pude di un grito ensordecedor. Sentí que otras personas se acercaban a nosotros nadando. Eran los bomberos que ya habían llegado al lugar del incidente.
            Una vez en tierra firme, la recostaron y unos de los bomberos le proporcionó ejercicios de reanimación Unos segundos más tarde reaccionó, comenzó a toser y a devolver agua. El bombero se incorporó y dando unos pasos se alejó, señalándome como el autor del rescate y arengando un fuerte aplauso.
            Esto parecía un sueño hecho realidad. Ella despertó y observé por primera vez sus ojos verde oscuro, su brillo y su calidez me dejaron sin palabras, sin aliento. Se levantó sobre sus codos. La notaba confundida ¿Qué decirle? No quería quedar con la obligación de héroe, me gustaba mucho, y no pretendía que se incomodara.

-¡El asesino es el matemático! – Dije, quedando en completo ridículo ante ella, que frunció sus cejas como buscando entender mis palabras y con una mirada penetrante. Enseguida se le dibujo la sonrisa más bella que vi en mi vida.
-¡Lo leí cientos de veces! – Exclamó -Estaba buscando un capítulo para que mis alumnos hicieran un análisis completo como tarea. Y el matemático no es el asesino – dijo ella sonriendo y no perdiendo mi mirada ni por un segundo.

            No pude evitar reírme a carcajadas y caer a su lado exhausto, ambos mirándonos fijamente como si una atracción espontánea pasara por allí. Miré hacia el cielo con una calma satisfecha y observé el puente que extrañamente estaba normal. El tráfico circulaba como siempre, y fue entonces cuando noté que los pasantes del puente estaban sanos. Volví la mirada hacia ella y mis pupilas se agrandaron por una luz enorme que me impactaba de pronto y me impedía ver. Quedé ciego un instante y cuando al fin se aclaró todo, “El colo” estaba sosteniendo mi brazo, advirtiéndome que habíamos llegado a la Terminal.

FIN

Lisandro Ernesto Parera
Ago, 2011

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